jueves, 8 de enero de 2009

Siendo ya una mujer de veintiún años debo admitir, no para sorpresa de muchos, que soy una niña grande.

Alguna vez leí, sino mal recuerdo en el Mundo de Sofía, que aquel que se jacta de ser filosofo no debe perder la capacidad de asombrarse, bajo ninguna circunstancia. No es que yo pretenda ser filosofa pero estoy de acuerdo con ello. Más que un requerimiento de profesión debería ser una condición del ser humano, ya que aquel que ve el mundo, o en todo caso la vida, como una casualidad, que implica sin remedio alguno la cotidianidad, ha perdido media alma.

Como buena niña que soy es de saberse que los Reyes magos no han dejado de considerarme dentro de su lista de regalos. Así que el seis de enero recibí una linda edición de uno de mis libros favoritos: El principito, primera novela que estuvo de bajo de mis ojos en cuanto supe hilar palabras para leer enunciados.

Desde mi primera lectura sentí la terrible necesidad de estar angustiada, porque el libro me revelo algo que en ese entonces sólo intuí.

Hoy comprendo que mientras más pase el tiempo tengo enormes posibilidades de convertirme en el vanidoso o en el hombre de negocios o aquel tipo que tomaba para olvidar su vergüenza de ser alcohólico, y sobre todo corro el riesgo de ser como esos que transbordaban el tren para ir de un lado a otro sin saber realmente qué es lo que están buscando.


No perder la sorpresa es una ardua necesidad, sobre todo conservar esa mirada de extrañeza hacia las cosas pequeñas y casi imperceptibles. Eso es lo que, según mi parecer, debe hacerse para no vivir tan triste.


El cápitulo más bonito que tiene El principito es casualemnte el veintiuno. Habla más que de un zorro, muchas rosas y un niñito.



El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:
-No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:
-Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el biombo, porque yo le maté las orugas (salvo dos o tres para que se hicieran mariposas ) y es
a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el zorro.

-Adiós -le dijo.
-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos.
-Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el principito para acordarse.
-Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
-Es el tiempo que yo he perdido con ella... -repitió el principito para recordarlo.
-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...
-Yo soy responsable de mi rosa... -repitió el principito a fin de recordarlo.


Foto: Yuriann M.
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