jueves, 8 de enero de 2009

La muerte me persigue en forma de mosca panteonera. Encuentra hábil la breve abertura de las puertas de mi casa, sube al segundo piso porque huele las desdichas en mi alcoba.

Por un rato su forma pasa desapercibida a pesar de su tamaño, ¡y mira que es grande! mide alrededor de dos centímetros y su grosor es por lo menos de uno y medio, por supuesto es negra abismal. Nunca he entendido cómo es que se metamorfosea con la pared y las cortinas que son de color pastel.

Primero se queda calladita, por una o dos horas, después su naturaleza no puede disimular el ruidito –ssss ssssss-. La advertencia nunca la escucho y es sólo hasta que se encuentra en pleno vuelo de ataque que tomo conciencia de su existencia. Trata de derribarme tal avioneta kamikaze, aún no lo ha conseguido.

Nunca he reunido el valor para matarla, de lo cual he deducido dos simples teorías: ó es que el peso kármico que cargaría en mi conciencia ó es que con la muerte no se juega al cazador, como sea nunca un matamoscas ha podido hacer veces de espada, y que yo sepa muchos han sido los intentos por destruirla, ninguno con éxito.

Me acosa entonces esa mosca panteonera, varia los horarios e incluso a veces los milímetros pero siempre es negrusca perdición, siempre angustia y dolor. Aún no me lleva pero anda rondando mi cuarto hasta que me exaspera y la atrapo entre las manos, la llevo a la ventana y se aleja por un rato.

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1 Retroalimentaron:

Silvia Black 13 de enero de 2009, 10:14  

escribes muy bonito :)
a mi cuarto también entran moscas panteoneras de esas enormes que ya no les queda mucho tiempo de vida, me imagino que mi cuarto es el lugar a donde van a morir, el último destino